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Junio 2025
Una newsletter propia


 
Conchi, La Pitirra.
Una vida de esfuerzo, compromiso y barrio
Concepción Lachica Lara, más conocida como Conchi, La Pitirra, no necesita grandes discursos para dejar su impronta. Su historia habla desde el gesto cotidiano, la generosidad, la cercanía y la alegría que, como el cante, resiste incluso en la adversidad. Galardonada con el Premio 8 de Marzo a la Igualdad en la categoría de empresa, su figura simboliza el reconocimiento a una trayectoria marcada por un trabajo incansable, el compromiso social y la defensa de los valores más humanos. Durante décadas, al frente de la carnicería “La Pitirra”, en el barrio de San Antonio de La Zubia, Conchi ha sido mucho más que una mujer emprendedora en el comercio. Ha sido un sostén para muchas personas en La Zubia. Con una Conchi visiblemente emocionada, charlamos para “Una newsletter propia”.
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¿Cómo recibió la noticia de que le daban el Premio 8 de Marzo a la Igualdad?
Me llamó una amiga y me dijo: «Conchi, que te han propuesto para el premio». Me sorprendí muchísimo. Esa noche no dormí pensando: «¿Qué he hecho yo para esto?». Llamé al Ayuntamiento y les dije que agradecía mucho que se hubieran acordado de mí, pero que no me sentía merecedora. Me dijeron: «¿Tú sabes lo que estás diciendo? Todos los grupos lo han apoyado». Consciente de lo que me estaban proponiendo, acepté. Y fui a la gala, que fue una maravilla.

¿Cómo vivió el momento de la entrega?
Muy bonito. Cuando escuché por megafonía «Concepción Lachica, empresaria» y salí, y vi la alfombra roja… Me parecía increíble. Nunca me había visto en algo así. Me sentí orgullosa, agradecida, muy emocionada. A veces dudo de si aquello fue real.

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Ha dicho que le recordó a un momento muy especial en su vida.
Sí, a cuando celebré mis bodas de oro. Había salido del hospital, tras superar un trance muy duro, con una enfermedad pulmonar. Cuando me dijeron que me daban el alta, pensé: «Tengo que celebrar que estoy viva». Me faltaban tres años para los cincuenta de casada, pero conté los cinco años de novios y dije: «Ya me sobran dos». Llamé a una vecina, a Lourdes y le pedí bebida, mesas, sillas… Hicimos una boda por todo lo alto en casa, con más de cien personas, mis hijas, mis nietas vestidas de damas de honor. Aquello fue inolvidable. Y con este premio me pasó igual. Una alegría que no me esperaba.

¿Cómo empezó su historia con la carnicería?
Me enteré de que el tendero del barrio se jubilaba. Mis padres compraron allí toda la vida. Yo iba de niña a por los «mandaos». Cuando me enteré de que la vendía, le escribí a mi novio, que estaba en Suiza: «Quieren vender la tienda. Como tú siempre has querido tener un negocio…». Me contestó: «¿Pero cómo, si no tenemos un duro?». Yo tenía 5.000 pesetas ahorradas, de trabajar sirviendo en Granada. Fui a hablar con el tendero.

¿Y cómo fue ese primer trato?
Me dijo que había otra familia interesada, con dinero, pero que se lo pensaría. A los dos días me llamó: la tienda, con la vivienda de arriba, valía 600.000 pesetas. Me pidió 30.000 de señal. Mi tía, que me quería como una hija, me prestó 25.000, y entre eso y lo mío, se las dimos. Cuando llegó mi novio de Suiza, cerramos el trato: pagaríamos 100.000 pesetas al año durante seis años. Y así empezó todo.

¿Y consiguieron cumplir con esos pagos?
Claro. Yo cada noche echaba 200 pesetas en un tarro. Así al final del año tenía lo necesario. Los sábados metía el doble, porque se vendía más. También nos dijo que si un año no podíamos darle todo, le diéramos lo que tuviéramos. Era buena persona, confiaba en nosotros. El dinero que trajo mi marido se fue en comprar los comestibles. Si se los llevaba el tendero, ¿qué íbamos a vender al día siguiente?

¿Cómo recuerda aquellos primeros años?
Muy duros. Había que hacerlo todo en el negocio: atender, cortar, limpiar, llevar la casa... Cuando me quedé embarazada, además, me puse muy enferma. Me ingresaron varias veces. No tenía glóbulos rojos. Perdía peso, me quedé en 42 kilos. En mi primer embarazo, se llegaron a plantear incluso que abortara para salvarme a mí. Era el año 70, había que pedir permiso al cura. Al final me trató un médico amigo de la familia, que, con un tratamiento, me salvó. Y salí adelante. Luego vino mi niña, tres años después. Y fue igual, otro embarazo muy duro. Pero ya me trató el mismo médico, y salimos las dos.

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Un negocio muy exigente…
Sí. Como decía, aquellos años, había que hacer de todo. A las cinco de la mañana ya estaba levantada, ayudando a preparar la carne con mi marido y con mi hijo. Llenábamos las cajas grandes y bajábamos a la tienda del barrio. A las ocho y media ya estaba todo colocado, y a las dos y media volvía a casa. Por la noche, otra vez con la comida. Los lunes no abríamos porque no había ya carne y había que hacer «la matanza». Después, me iba al secadero de los jamones hasta las diez u once de la noche, a ayudar con la limpieza y el mantenimiento. Más adelante, ya no nos dejaron seguir trabajando en casa, aunque teníamos todo preparado allí. Nos mandaron al matadero de La Zubia, y allí íbamos todos los carniceros. Yo trabajaba con mi marido, mi suegro y un cuñado suyo. Me vestía con un mono azul y botas, como uno más. Era duro, pero era nuestro trabajo.

¿Cómo se gestionaban entonces las cuentas y las compras del negocio?
Yo siempre he llevado las cuentas. Mi marido nunca me preguntó nada de dinero. Nunca me dijo «¿cuánto has vendido?», ni «¿cuánto has ganado?». Yo compraba a los representantes, compraba los marranos, los becerros, los corderos, y pagaba las facturas. Incluso el queso manchego lo compraba yo directamente en las fábricas, en cantidad. Me encargaba de todo. Los representantes venían a buscarme a mí, y yo decidía qué hacía falta. Era mi responsabilidad, y nunca nadie me pidió explicaciones.

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Y, según creo, en algún momento, le tocó tirar otra vez del carro…
Mi marido cayó malo con 52 años. Le detectaron un cáncer de colon, lo operaron tres veces, le dieron quimioterapia y una radioterapia muy agresiva, de las de antes. Se tuvo que jubilar, y yo me quedé sola al frente del negocio con mi hijo. Él estaba desbordado: teníamos el secadero en San Antonio, otro almacén en Cumbres y el sótano lleno de jamones. Así que tuve que tirar para adelante. Asumí más carga, me ocupaba de todo lo que hiciera falta en la tienda. Fue una etapa dura, pero no quedaba otra. Había que seguir. Me consta que ayudó a mucha gente… ¿Cómo era su relación con los vecinos y vecinas de La Zubia?
Muy buena. A mí me educaron así: si alguien no podía pagar, se apuntaba y ya está. Nadie se iba sin carne. Había personas que venían con muchos apuros, y lo normal era ayudar. Nunca pensé que eso fuera algo especial. Lo hacía porque me salía hacerlo. Y con los años, muchas personas me lo han agradecido. ¿Ha cambiado mucho la forma de comprar y de consumir desde entonces?
Muchísimo. Antes la gente guisaba, cocinaba todos los días. Iban a la tienda, compraban carne para el puchero, preparaban los bocadillos de los hijos y del marido. Ahora muchos comen fuera, compran comida hecha. Los jóvenes apenas cocinan. Mi hijo sigue con la tienda, pero cuesta mucho. Hay demasiados impuestos, se vende poco. Antes todo el mundo sabía qué llevarse. Ahora entran y te piden 100 gramos de carne picada para unos macarrones, y no saben si es mucho o poco. Han cambiado los tiempos, y mucho.

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¿Qué le diría a una mujer joven que hoy quiere emprender?
Que lo intente. Que se lance. Le diría lo mismo que le dije a una mujer que quería quedarse con un horno en el barrio: «Vete al banco, pide un crédito, empieza. Lo vas pagando mientras trabajas, pero al menos es tuyo». Hay que invertir, hay que pelear. A veces se gana, a veces se pierde, pero si no das el paso, te quedas siempre igual. Mejor tener algo propio que estar toda la vida pagando un alquiler. A luchar.

¿Cómo le gustaría que la recordaran?
Como una mujer trabajadora. Que hizo lo que pudo, con lo que tuvo.

Entrevista y fotografías: Raquel Paiz

Edita: Centro Igualdad Trece Rosas.
Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de la Zubia
Concejala de Igualdad: Rebeca Sánchez
Coordinación Técnica: Cristina López- Gollonet Cambil
Redacción, diseño y montaje: Dividendo Social, Raquel Paiz y Raquel Marín
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Ayuntamiento de La Zubia. Centro de Igualdad 13 Rosas Año 2021