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Las sandalias Cangrejeras
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Las y los que ya tenemos una edad y pasamos ampliamente de la cuarentena, tenemos en la mente esos veranos larguísimos en los que nuestras madres o abuelas nos hacían el que quizás sería el único regalo del verano junto a los cuadernos de tareas de Anaya para que no se nos olvidase lo aprendido. En el mejor de los casos y si tu santo era en verano, a lo mejor te caía algún libro del Barco de Vapor, se me acaba de venir a la mente; Fray Perico y su borrico. Me resultó encantador… Porque sí señoras y señores, las niñas y niños de los 70 y 80, vivíamos los veranos haciendo cosas mundanas como leer en voz alta para entonar la pronunciación, hacer un rato de caligrafía o un par de páginas del Anaya, echarnos agua con la goma, jugar al “Churro-pico-tecna”, al escondite inglés, a reloj reloj, la una y las dos, jugar a la comba, a la goma, a la rayuela, o como en mi caso, jugar al trompo, a las bolas o a hacerme un silbato con el hueso de un albaricoque. |
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Volviendo a las sandalias, contaré que eran el único calzado del verano. Recuerdo ponérmelas junto a mis hermanos a la salida del colegio, (quizás en la misma tarde de ese día en el que nos daban las vacaciones en el colegio. Diría que soy capaz de recordar hasta ese fuerte olor a goma que desprendía la caja donde venían). Eran calzado único, tanto que no nos las quitábamos hasta el 14 de septiembre al irnos a dormir. Algunos niños de mi colegio las llevaban a la mañana siguiente cuando entrábamos de nuevo al colegio, y se las quitaban cuando ya entraba el otoño que se ponían los zapatos gorilas, esos que estaban hechos a fuerza de pies de hermanos y que heredábamos y heredaban primas y vecinas hasta el infinito. No recuerdo haber escuchado nunca a ninguna madre, que dijese que esos zapatos se rompieron. De ahí la frase: “ya no se hacen las cosas como antes…”
No sé vosotras y vosotros, pero cuando llegaba septiembre y mi madre nos las quitaba, teníamos señaladas en los pies esas mismas sandalias que daban habida cuenta del verano vivido…
Con las sandalias todo terreno, de una goma fantástica que prácticamente era irrompible, salíamos a comprar con nuestras madres por las mañanas. Teníamos el rato de agua chapoteando con los amigos de la pandilla (siempre eran los mismos, hijos e hijas de nuestras vecinas con los que hacíamos piña porque estando juntos, los mayores cuidaban de los pequeños y así ganábamos todos y nuestras madres mientras hacían la casa y la comida). Había una vecina a la que, en mi caso, recuerdo con mucho cariño y que era como el Flautista de Hamelín con la chiquillería. Su casa siempre tenía niñas y niños de todo el barrio. Mari siempre andaba descalza en verano porque decía que era lo mejor. Yo también lo pienso y siempre que puedo voy descalza por la vida (o al menos por mi casa y de camino, honro su memoria y todo el cariño que me dio). Ella, Mari, era la encargada de darnos el “baño Fa”. Solo si tenéis más de 45 sabréis a qué me refiero. (Era un anuncio de TV de los años 80). La catarata era la goma que caía desde la terraza y con el dedo puesto en ella, a modo de presión, provocaba esa medio catarata que nos mojaba a todos casi de una misma pasada. Todos gritábamos: “¡Más, Mari, más!” El jolgorio en el callejón era ensordecedor y las risas y los gritos hacían del día la actividad más celebrada. Por supuesto, todos llevábamos las aquí homenajeadas cangrejeras. Cada niño o niña las llevaba de un color. En nuestro caso, las llevábamos o transparentes, o amarillas, pero también las había azules, rosas, blancas y un color un tanto extraño tipo caramelo que a mí hacía que me resultasen feísimas…
Como cedían, a lo largo del verano, las madres nos las tenían que ir ajustando y recuerdo a mi padre hacernos más agujeros porque si no estaban bien ajustadas (a mí se me salían porque el pie en plástico sudaba y podían llegar a ser un patinete sin ruedines).
Si a la tarde salíamos al fresco, se lavaban, se secaban y de nuevo a los pies. Todos iguales, ningún niño o niña usaba otras. Nadie protestaba, entre otras cosas porque los de mi generación teníamos lo que teníamos y se acabó lo que se daba. O como decían las madres: “si no te gusta, es lo que hay”.
Compartíamos todo, y con unas solas sandalias, pasábamos 3 meses de verano en los que la única excursión que hacíamos, era la de ir al río el día de Santiago Apóstol (25 julio) a ponernos rojos como semáforos y a venir tan cansados, que al dormir parecíamos estar flotando.
Esa fue nuestra infancia. Una infancia llena de nostalgia, de momentos locos y de juegos imposibles de hacer por las generaciones de ahora. Llena de recuerdos de esas tardes de sobremesa en las que echábamos los cojines al suelo y veíamos debajo de la mesa: El Halcón Callejero, El coche Fantástico, Remintong Steel o Falcon Crest. En mi casa, de más pequeños, la siesta era obligada. (Ahora que soy mayor, entiendo a mi madre, ya que ese era su momento de relax). No se podía mover ni el tato, aunque en el único dormitorio que teníamos para 5, jugábamos a las “comidas” con un folio y un boli. Ese juego donde cada uno sacaba los dedos de detrás de la espalda y en función del número de dedos sacados, salía la letra del alfabeto con la que había que averiguar la serie que elegíamos que tuviera el juego. (Comida, planta, cantante, nombre, ciudad- país, color, canción, etc.. Si eras la única que acertaba, sumabas 1 punto, si había más participantes que acertaban el mismo nombre, se sumaba la mitad del punto. La tarde se pasaba volando, pero ruido hacíamos para ser 4 jugando, el pequeño aún era muy chico y para entretenerlo hacíamos que jugaba con mi hermana mayor.
Otros días con cualquier tontería, desatábamos una carcajada que contagiaba al resto y ese día acabábamos llorando de la risa y con algún collejón por no dejar dormir la siesta a mi madre…
Qué distintos los veranos de ahora, ¿verdad? ¿Cuántas sandalias tienen ahora vuestros niños y niñas? Estoy segura de que algunos pares más de los que teníamos los de mi generación. Por cierto, que sepáis que las cangrejeras son súper tendencia ahora… ahí lo dejo. Yo si tuviera niñas o niños pequeños, se las compraría.
Feliz verano
Marga Fernández Cortés
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