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¿A qué os huele a vosotras y a vosotros la Navidad?
A mí me huele a infancia, a jaleo, a risas, a competición de villancicos entre primos que se repetían año tras año en familia y por supuesto en casa de mi abuela materna. Comíamos potaje de garbanzos en Nochebuena (era obligatorio, al menos una cucharada, pero había que probarlo, porque lo hacía mi abuela). También hacía el plato favorito de cada uno de sus yernos. A mi padre, le hacía bacalao con tomate que siempre le gustó muchísimo. Hacía voladillos de bacalao, carne en salsa con laurel y tomillo, y dulces hechos por mi madre, mis tías y ella misma, que era quien decía cómo hacerlos aunque todas se supieran ya la receta.
En casa de mi abuela no se hacían pestiños, se hacían Borrachuelos (que es como se les llaman en casa). Hacían cantidades industriales de roscos fritos de huevo con aroma de naranja, que luego repartían entre toda la familia y que duraban muy poco porque éramos muchos. También hacían mantecados que cortaban al tamaño de las copas de anís usando la copa como molde de esa forma que hoy a mí me parece tan ingeniosa y que demuestra que el ingenio es infinito cuando se tienen que hacer las cosas sin tanto aparataje como ahora. Hacían pan de aceite, cuscurrones fritos, albóndigas, sopa de picadillo y pollo en pepitoria. Todo un repertorio que año tras año se repetía aunque se iban incluyendo nuevos platos a medida que la familia iba creciendo y mis tías pequeñas se iban casando. Mi abuela tenía muy buena mano en la cocina, pero quien realmente legó ese testigo amoroso a mi madre, fue su abuela Dolores, a quien ella quiso tanto. Creo sin dudarlo ni un segundo, que de ellas heredo yo mi pasión por la cocina desde bien jovencita. Es a ellas a quienes honro cada vez que me pongo delante del fuego a cocinar y a quienes dedico sus platos, esos que han ido pasando de generación en generación.
Navidad en casa llegaba antes del 24. Lo hacía a lo largo del mes de la Pascua (que es como se decía antiguamente). Si cierro los ojos, puedo recordar el olor exacto de aquellas mezclas que había por la calle en el pueblo de mi madre o en el de mi padre en este mes de diciembre. De hecho para mí esos olores, son preludio de Navidad, de invierno y también de alegría compartida e ilusión al mismo tiempo y con la misma intensidad.
Recuerdo ir de pequeña, en el puente de la Inmaculada (ahora de la Constitución), a pasar allí un día, o dos, dependiendo de la faena que tuvieran en casa de mis abuelos, mis tías y mi madre. Éramos muchos. Tenían muchos dulces que preparar y todo aquello que sin saber bien qué era, tenía que ver con los preparativos del invierno que servirían de reservas para toda la familia. A mi madre, mis tías y mi abuela, las recuerdo a todas con sus delantales. Mi abuela materna incluso usaba manguitos para no mancharse la ropa. Muy de la época, imagino, y muy de su oficio ya que fue carnicera en un puesto del mercado del pueblo.
A los niños y niñas (todos parejos y más o menos de la edad, nos cuidaban a ratos mis tías pequeñas y mis dos hermanas mayores). Mucho caso, en realidad, no nos hacía porque a esas edades, sus inquietudes y deseos no pasaban por cuidarnos sino por estar guapas y contarse sus cosas que para eso eran las mayores y tenían las mismas edades.
Recuerdo ir por las tardes andando por el pueblo. A mi hermano Manolo y a mí, nos acompañaban mis primos. Íbamos de casa de mi tía a casa de mi abuela. Me gustaba mirar al cielo. Ese cielo tan oscuro lleno de estrellas y ese frío húmedo tan propio del pueblo de mi madre, que todavía, si cierro los ojos, puedo ver y describir. Recuerdo ese olor a leña cuando íbamos caminando y recuerdo a qué olía cada casa según íbamos avanzando en el camino a casa de mi abuela. Aquellos cañones de humo saliendo de las chimeneas. Todo era alquimia. Nada desentonaba y todos los olores hacían un maridaje perfecto al que solo huelen los pueblos en diciembre.
Algunas calles olían a cebolla cruda, a romero, a tomillo con toques de pimentón, a clavo, a laurel y todas aquellas especias tan intensas, que hoy tanto me gusta a mí usar en la cocina. En la siguiente calle, el olor esta vez era a carnes guisadas con condimentos secretos que hacían que todo el entorno fuese capaz de oler a esa comida concreta que estoy segura que estaría deliciosa. Me llamaba mucho la atención, que todas las casas estuvieran abiertas para cualquiera que necesitase algo de aquella vecina o vecino. Se compartía mucho todo, aunque en el 80 que era cuando yo era una niña de 8 años, el cinturón estaba prieto y había poco para quienes tenían muchos hijos y un solo sueldo como era en nuestro caso, en casa.
Una de mis tías maternas, vivía cerca de la Tahona (el horno de toda la vida o como allí se le decía). Aquel establecimiento tenía algo especial. Sus olores inundaban el pueblo y sus aromas siempre eran a azúcar tostada, canela, clavo, ajonjolí, almendras, avellanas, nueces… Solo de olerlos, puedo incluso saborear todos los manjares que tenían y que en aquellas fechas comíamos para deleite de nuestros paladares infantiles, ávidos de probarlo todo, y de querer saber a qué sabía el mundo a través de los olores de siempre.
Han pasado muchos años, pero es como si fuese ayer mismo. Los olores de la Tahona de Enrique. Ese sonido tan característico que tenía ese señor cuando caminaba arrastrando sus pies. Sus enormes zapatillas de paño a cuadros, manchadas de harina igual que el suelo de baldosas pintadas a mano. Me acuerdo de su delantal, áspero y tieso de tanta harina, y también recuerdo aquellas manos tan blancas y limpias siempre con la camisa arremangada y trabajando en aquellas mesas enormes donde amasaba a mano día tras día hasta que se jubiló.
Ya nada sabe igual. No tenemos las recetas de su famoso pan de aceite con pasas y nueces que tan rico le salía y tantas veces hemos comido a lo largo de nuestras vidas. Me encantaría poder hacerlos con mis manos y aunque no sabrían igual, sería una manera de hacerle a Enrique un homenaje, y de volver a llevarnos a la boca algo tan sencillo, y a la vez tan rico como lo eran sus bollos de aceite con esas pasas enormes y esas nueces tan jugosas. Su horno, y su calidez humana, sabían a Navidad. Sus dulces, su presencia física, todo el conjunto, el pueblo, mi infancia, y el calor de la chimenea, siguen sonándome a Navidad, pero sobre todo, me siguen oliendo y trayendo a la memoria, lo felices que éramos, cuando estábamos todos y teníamos ganas de cantar villancicos hasta quedar afónicos. La botella de Anís del Mono como instrumento, la zambomba y alguna pandereta. Bastaba una puerta y el compás de mis tíos haciendo las palmas. Todos alrededor de los sillones de los abuelos y en corro, cantando y bailando al son de las coplas propias de cada casa. De la mía, de la de mis abuelos. Esos olores, esos sabores tan únicos que solo están en mi memoria y en mi corazón y que aparecen como Dios manda, cuando llega el mes de la Pascua.
Feliz Navidad.
Marga Fernández Cortés
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